lunes, 6 de mayo de 2013

La tía Florinda. Fragmento de El testigo, de Juan Villoro.

Julio no recordaba la destacada fealdad de su tía. Ciertamente era una mujer avejentada, sin gracia, indiferente a la mirada ajena; sin embargo, no podía distinguir en ella los acuciosos rasgos que hacían que su madre la llamara "mi monstruito".
Por las fotos que había visto, Florinda carecía de distinción: flaca y enjuta, sin que eso fuera muy notorio. Pero su madre vio en ella fealdad suficiente para justificar su soltería, y Florinda aceptó su sino; peinó a su madre por las noches y le cortó el cabello en cada luna llena, la acompañó en sus viajes, siempre mal vestida. El desaliño se convirtió para ella en una forma de la subordinación.
Al aceptar quedarse sola, también aceptó la causa de esa determinación. Empeoró su condición en todo lo que puso. Se jorobaba al sentarse. señalaba las cosas con un dedo torcido, entrecerraba los ojos en vez de usar lentes. Perfeccionó el método hasta que le resultó imposible verse en los espejos. No se convirtió en el adefesio profetizado, pero se sintió un monstruo perfecto. Deformada en su imaginación, hablaba mal adrede; decía "Grabiela", "ávaro", "siudad", "jaletina". Con la muerte de su madre, su vida dio un vuelco extraño. Virgen y avejentada, sacrificialmente fea, objetiva prueba de la bondad o la renuncia o la obediencia, vivió sin decir una mentira, desconocía el sabor del tabaco o la sensación de caminar en una playa, rechazaba los dulces y aun las invitaciones a misa (en los tiempos en que tenía suficiente vida social para ser convidada a misa). Cuando iba al dentista pedía que la trataran sin anestesia porque le había ofrecido su dolor a Dios. Quizás su único contacto sensual fue el pelo progresivamente blanco que peinó todas las noches. Esta vida castigada la fue dotando de una curiosa autoridad. Mientras los demás fracasaban en sus negocios y en su intento de ingresar a una vida para la que no estaban preparados, ella mantenía sus convicciones con reciedumbre bárabara. La revista Time, leída con teológica fiereza, le permitía hablar del mundo donde un negro ocupaba un cerro fatal y un monzón devastaba una costa impía. La radionovela Alma Grande contrarrestaba estas malas noticias con la incansable épica del campo, la inocencia primigenia de los hombres de a caballo que enfrentaban indios y cuatreros como en una misión sacramental.

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