Pienso en la serie. Tendré que ver gente que no me importa porque no es la que lo hizo; personas prevenidas, reacias (quizá Marcela me ayude a llegar a ellas; en su estilo es un cebo, tiene 30).
Pongo el pie en el cajón de lustrar.
Y tendré que hablar, hablar de eso.
Pienso en papá. Yo era como este niño, el lustrador, así de pequeño. Supe que había muerto, ignoraba cómo. Lloré hasta secarme, dormí, desperté, la ceremonia seguía, las visitas susurraban. Alguien, posiblemente mi madre, clamaba: "¡Muerte injusta!". Comprendí lo de injusta -nos dejaba sin él-, pero no pude entender cómo la Muerte se introdujo en la casa y se apoderó de papá. Porque en la mañana él estaba vivo, de pie, y sano como cualquiera, y murió en la tarde mientras había sol, y yo tenía el convencimiento de que la Muerte era una figura siniestra que daba sus golpes en la oscuridad de la noche.
Pregunto, al niño que me lustra los zapatos, qué es la muerte.
Levanta sus ojos marrones y me considera, desde abajo, entre sorprendido e intimidado, si bien no cesa de cepillar.
Mi pregunta ha sido excesivamente abstracta. Me corrijo y sonrío, para atraerlo:
- ¿Nunca murió alguien que conocías, un vecino, un tío?...
El chico se encorva sobre su trabajo, se concentra y dice:
- Sí, mi papá.
Callo.
Él me espía, con curiosidad: advierto que no me rechaza. Procuro establecer -¿he comenzado mi tarea?- qué conoce de los alcances de la muerte, dónde supone que está el que muere.
Contesta que el padre está en un nicho, pero la madre, al principio contaba que se fue de viaje, y ahora dice que está en el Cielo. Él no lo cree. ¿No cree en el Cielo? En el cielo sí, pero el Cielo es para los buenos y el padre le pegaba a la madre.
Estoy pasando un día cargado de muerte. Es suficiente. Entro a un cine donde dan Alphaville. Trabajaré mañana.
Pongo el pie en el cajón de lustrar.
Y tendré que hablar, hablar de eso.
Pienso en papá. Yo era como este niño, el lustrador, así de pequeño. Supe que había muerto, ignoraba cómo. Lloré hasta secarme, dormí, desperté, la ceremonia seguía, las visitas susurraban. Alguien, posiblemente mi madre, clamaba: "¡Muerte injusta!". Comprendí lo de injusta -nos dejaba sin él-, pero no pude entender cómo la Muerte se introdujo en la casa y se apoderó de papá. Porque en la mañana él estaba vivo, de pie, y sano como cualquiera, y murió en la tarde mientras había sol, y yo tenía el convencimiento de que la Muerte era una figura siniestra que daba sus golpes en la oscuridad de la noche.
Pregunto, al niño que me lustra los zapatos, qué es la muerte.
Levanta sus ojos marrones y me considera, desde abajo, entre sorprendido e intimidado, si bien no cesa de cepillar.
Mi pregunta ha sido excesivamente abstracta. Me corrijo y sonrío, para atraerlo:
- ¿Nunca murió alguien que conocías, un vecino, un tío?...
El chico se encorva sobre su trabajo, se concentra y dice:
- Sí, mi papá.
Callo.
Él me espía, con curiosidad: advierto que no me rechaza. Procuro establecer -¿he comenzado mi tarea?- qué conoce de los alcances de la muerte, dónde supone que está el que muere.
Contesta que el padre está en un nicho, pero la madre, al principio contaba que se fue de viaje, y ahora dice que está en el Cielo. Él no lo cree. ¿No cree en el Cielo? En el cielo sí, pero el Cielo es para los buenos y el padre le pegaba a la madre.
Estoy pasando un día cargado de muerte. Es suficiente. Entro a un cine donde dan Alphaville. Trabajaré mañana.
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