miércoles, 18 de marzo de 2009

-¡Engagez!


Y ambas hojas chocaron. Al contacto del hierro, Syme sintió disiparse todos los fantásticos temores de antes como se disipan los sueños al abrir los ojos. Los recordaba uno a uno y le parecían meras alucinaciones nerviosas: el temor que el profesor le había infundido, había sido como la operación de una pesadilla; el miedo que le inspiraba el doctor, como el del vacío científico. En el primer caso, era el miedo tradicional ante la perpetua posibilidad del milagro; en el segundo, el miedo mucho más moderno ante la absoluta imposibilidad del milagro. Pero, en ambos casos, se trataba de temores imaginarios comparados con el actual temor de la muerte, lleno de sentido común, despiadado y cruel. Syme se sentía como quien sueña toda la noche que rueda por un precipicio y al despertar recuerda que va a ser ahorcado. En cuanto vio brillar el recuerdo del sol en la hoja del adversario, en cuanto sintió que se tocaban las dos lenguas de acero, vibrantes y vivas, comprendió que tenía que vérselas con un enemigo poderoso. Tal vez había llegado su última hora.
Ahora el universo cobraba, a sus ojos, un extraño valor. La hierba, bajo sus plantas, parecía vivir. El amor de la vida lo invadía todo. Hasta creía poder oír crecer la hierba. Hasta creía que, en aquel momento, brotaban nuevas flores: flores rojas, flores amarillas y azules; toda la gama de la primavera. Y cuando sus ojos se encontraron con los ojos fríos, fijos, hipnóticos del marqués, vio detrás de éste el almendro florido, contrastado sobre el azul del cielo. Se dijo que, si por casualidad salía con vida de aquel trance, ya no desearía más en la vida que sentarse a contemplar el almendro.


Fragmento de "El Hombre que fue Jueves" de Chesterton.

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