En aquel momento, Gilligan sucumbió a todos los antiguos dolores y tristezas de la raza -negros, amarillos o blancos- y se asombró de sí mismo, oyéndose hablar y hablar, contándole al rector todo absolutamente todo lo que sentía por ella.
- ¡Toma, toma! - Exclamó el sacerdote-. Eso es malo, Joe-. Dejó caer maciza humanidad sobre el cordón de la acera y Gilligan fue a sentarse a su lado-. Las circunstancias se mueven en forma maravillosa, Joe.
- Creía que iba a nombrarme a Dios, reverendo.
- Dios es circunstancia, Joe. Dios está en la vida actual. Nada sabemos de la futura. A su debido tiempo, la otra vida se cuidará de sí misma. "El reino de Dios es el corazón del hombre", dice el libro.
- ¿No es una doctrina extraña para un sacerdote?
- Acuérdate que soy, ante todo, un viejo, Joe. Demasiado viejo para tanteos y amarguras. En este mundo fabricamos nuestro propio cielo o nuestro propio infierno. ¿Quién puede saberlo? Quizá cuando muramos no haya necesidad de ir a ninguna parte ni de hacer algo. Eso sería un cielo.
- O bien, los demás nos fabrican nuestro cielo o nuestro infierno.
El sacerdote puso su manaza sobre la espalda de Gilligan.
- Ahora estás sufriendo a causa de un desengaño, pero eso también pasará. Lo más triste del amor, Joe, es que no solamente pasa el amor mismo sino que el dolor que deja se olvida muy pronto. ¿Cómo eran aquellas palabras?
"Los hombres han muerto y los gusanos se los han comido, pero no por amor..." ¡No, no! - exclamó, como si Gilligan lo hubiera interrumpido-. Ya sé que es una doctrina, una creencia insoportable, pero toda verdad es insoportable. ¿Acaso no estamos sufriendo tú y yo en estos momentos a causa de las separaciones y la muerte?
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