(…) Ciertamente, no eran aquellos hombres de cabeza torturada los que podían llenar el destino de una mujer. ¿Intelectuales? ¡Bah! Criaturas débiles, hombres congelados. Y Marta Ruiz era una brasa entre cenizas.
- ¡Un hombre verdadero! –suspiró ella, con el aire abstracto de quien invoca una utopía-. ¡Todo un hombre, de músculos fuertes, y bien plantado en la realidad!
- ¿El hombre de las cavernas? –le preguntó Haydée.
- ¡No es eso! –protestó Marta.
Y no lo era, ciertamente. Diógenes femenino, Marta Ruiz buscaba todo un hombre, sin otra linterna que la de sus ojos traicioneros.
- Hablo de un hombre que tuviese la delicadeza de un gentleman y la energía de un luchador. ¡Un hombre de instintos! Algo así como John Taylor en “El infierno de la selva”.
- ¿John Taylor? –exclamó Haydée sin ocultar su desprecio- ¡Un bruto! Sólo hace papeles de bruto con mujercitas que andan buscando el rebenque. ¡John Taylor!
- ¡Es un carácter! –dijo Marta.
- ¿Cómo? –le replicó Haydée- ¿Soportarías la violencia de un bárbaro semejante?
- Soportarla, no: hacerle frente, sí –distinguió Marta, fuego entre cenizas.
Y claro está que marta Ruiz le haría frente, aunque la moliera él a palos o la arrastrase del cabello por un living-room suntuoso hasta la locura. Porque Marta Ruiz tenía un alma de pararrayos y una vocación de rompeolas, y ansiaba entregarse al imperio de las fuerzas libres, aunque no sin lucha, entiéndase bien. Marta Ruiz era “todo un carácter”; pero, ¿la Historia no estaba llena de caracteres parecidos? ¡Aquel gran volumen de Mitología, devorado furtivamente no hacía mucho, en la biblioteca de su Liceo! Allí desfilaban Europa, Leda, Pasifae y Egina. Por cierto que el cisne de Leda no la impresionaba tanto como el novillo de Pasifae. ¡Oh, el toro blanco, a mediodía! ¡Oh, la curiosa estrategma! Demasiado fuerte. ¡Qué abismo de atracciones oscuras! ¡Ah, no mirar al fondo! Marta Ruiz no quería mirar al fondo del abismo, pero sus narices venteaban ahora, como si buscasen la región del fuego. Y, brasa entre cenizas, , abatió dos párpados encubridores sobre dos ojos, que la traicionaban.
Fragmento del Adán Buenosayres, de Marechal.